La evolución, en su esencia, es el proceso continuo mediante el cual las
especies cambian y se adaptan a lo largo del tiempo, impulsadas por la presión
selectiva y la variación genética inherente. Desde el vuelo majestuoso del águila
hasta el inquietante camuflaje del camaleón, cada rasgo y comportamiento encuentra
su origen en esta danza perpetua entre un organismo y su entorno.
Las características distintivas de la evolución son tan diversas como las
formas de vida que se encuentran. La selección natural, concebida por el gran
Charles Darwin, actúa como el escultor invisible, tallando y moldeando poblaciones a
lo largo de las generaciones en respuesta a los desafíos ambientales. La deriva
genética introduce cambios aleatorios que pueden afianzarse o desaparecer en el
telón de fondo de la historia evolutiva. Por otro lado, la especiación (un acto de
división y divergencia) engendra la rica diversidad de formas de vida que adornan
nuestro planeta.
Tenemos que tener en cuenta que la evolución no es solo un cuento del
pasado distante, sino que es una fuerza activa y palpable en el mundo moderno. En
la agricultura, la selección artificial ha dado forma a cultivos que alimentan a la
humanidad, desde el maíz domesticado hasta el arroz cultivado. En la medicina, la
resistencia antimicrobiana es un recordatorio urgente de la capacidad de los
organismos para adaptarse y evolucionar en respuesta a las presiones terapéuticas.