Por: Jennifer Pochne
El 16 de junio de 1902 llegaba al mundo Barbara McClintock, una de las genetistas más brillantes de la historia. Nacida en Hartford, Connecticut (Estados Unidos), inicialmente fue inscripta como Eleanor. Sin embargo, en sus primeros meses de vida comenzaron a llamarla Barbara, nombre con el cual sería reconocida en la historia, y que adquirió legalmente en su adultez.
Barbara fue la tercera hija mujer del matrimonio compuesto por Thomas Henry McClintock, un respetado médico, y Sara Handy McClintock, cuyos antepasados se remontaban al mismísimo Mayflower. Ya desde pequeña se mostraba como una niña muy independiente, algo que McClintock luego describiría como “una gran capacidad de estar sola”. De hecho, pasó una temporada viviendo con sus tíos en el barrio de Brooklyn, Nueva York, desde que tenía tres años y hasta que comenzó a ir a la escuela secundaria. Más adelante, Barbara recordaría que sus padres le habían dejado libertad para perseguir sus intereses y jamás la presionaron para que se conformara socialmente; ella misma reconocería esto como fuente de la feroz independencia que mostró a lo largo de su vida adulta.
En cuanto a sus estudios, McClintock asistió al Erasmus Hall High School, donde se graduó a los 16 años. Con el apoyo de su padre para continuar su formación académica, fue aceptada en 1919 en la Universidad de Cornell, en Itaca, New York donde obtuvo su licenciatura en Agricultura (1923) y luego se doctoró en Botánica (1927). Para su doctorado, McClintock formó y lideró un grupo pequeño dedicado a la genética del maíz, tema que constituyó su campo de interés a lo largo de toda su carrera científica. Junto con su selecta compañía, se concentraron en el estudio de los cambios que acontecen en los cromosomas durante la reproducción de esta especie, utilizando métodos de microscopía desarrollados en su propio laboratorio. Como ella misma recordaría años más tarde sobre esa experiencia: “Nos consideraban arrogantes…Estábamos mucho más adelantados que otra gente y no podían entender lo que estábamos haciendo”.
En agosto de 1931, la publicación de un artículo sobre genética sorprendió al mundo de las ciencias de la vida. Este trabajo, firmado por la joven y aún desconocida Barbara McClintock, respondía con precisión a la pregunta más interesante de ese momento: ¿en qué estructura de la célula se encuentran los genes? La innovadora investigación de McClintock, en colaboración con su estudiante de doctorado Harriet Creighton, permitió demostrar empíricamente que los genes estaban localizados en los cromosomas. Su trabajo con plantas de maíz, considerado uno de los experimentos verdaderamente grandes de la Biología, proporcionó por primera vez una conexión visual entre ciertos rasgos hereditarios y su base en los cromosomas. La comunidad científica quedó asombrada y conmocionada. Los experimentos y publicaciones realizados durante la década de 1930 le valieron a McClintock distintos reconocimientos: en 1939 fue elegida vicepresidenta de la Genetics Society of America, y en 1944 fue designada presidenta de la Genetics Society y fue aceptada en la National Academy of Sciences (NAS) de Estados Unidos.
Mientras el mundo sucumbía ante los nazis, la carrera de McClintock tuvo un momento decisivo cuando en 1941 aceptó incorporarse al prestigioso laboratorio Cold Spring Harbor en Long Island, Nueva York, donde continuaría investigando el resto de su vida. Durante la década de los cuarenta continuó trabajando intensamente y llegó al más trascendente de sus logros: el descubrimiento de la transposición. Este fenómeno ponía bajo los reflectores un hecho totalmente inesperado para los expertos: los genes no siempre ocupan el mismo lugar en los cromosomas, sino que pueden cambiar de posición. Este mismo concepto explica que también se los haya designado como elementos móviles o “genes saltarines”.
La publicación de McClintock vio la luz a comienzos de la década de 1950. Pero la ovación no fue inmediata: a pesar de su enorme trascendencia, el trabajo no fue apreciado ni comprendido por la comunidad científica de la época. Muchos investigadores lo desestimaron mientras que algunos incluso lo ignoraron considerándolo de escaso interés. Tal incomprensión provocó una profunda decepción con sus colegas, que llevó a McClintock a recluirse y aislarse: dejó de publicar los resultados de su trabajo y de dar conferencias, aunque continuó investigando.
Lo cierto es que Barbara McClintock fue una adelantada a su época, y tuvo que transcurrir más de una década para que el mundo pudiera entender la magnitud de su trabajo. Hacia finales de los años sesenta y setenta, los miembros de la comunidad científica empezaron por fin a verificar sus primeros descubrimientos. Los elementos transponibles fueron encontrados en bacterias, y recordando el trabajo de Barbara, estos fueron reinventados y puestos en un contexto completamente distinto. Finalmente, esta brillante investigadora tuvo su merecido reconocimiento y recibió una avalancha de premios y honores. Entre ellos, se destaca el Premio Nobel de Fisiología o Medicina de 1983, que recibió por su descubrimiento de los “genes saltarines”, un hito científico que reveló que los genomas no son estáticos, sino que pueden automodificarse y reorganizarse. Cabe mencionar un dato no menor: McClintock fue la primera y única mujer en ganar en solitario este premio.
Barbara McClintock murió el 2 de septiembre de 1992, a la edad de 90 años, y casi hasta sus últimos momentos, no dejó que nada la distrajera o apartarse del principal gozo de su vida: la investigación. Dejó una extensa obra que sigue iluminando la ciencia. Por ejemplo, los elementos móviles, su descubrimiento más destacado, se usan actualmente en el campo de la Ingeniería Genética. McClintock será siempre recordada entre las figuras más grandes de la Biología del siglo XX. Pero su legado no se limita a los conocimientos científicos: esta excepcional mujer, que siempre supo mantenerse firme en sus convicciones y ajena a los altibajos de las modas, representa, por sobre todo, la libertad del pensamiento.